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Una
Piedra Tratando de Volverse Roca
Por
Sergio Troncoso
Dibujos por Jorge Enciso
Sergio
Troncoso es hijo de inmigrantes mexicanos. Sus antepasados son de
Chihuahua, pero a él le tocó nacer y crecer en Ysleta, Texas, a unos cuantos
metros de la frontera con Cuidad Juárez. Es autor de un libro de relatos, The
Last Tortilla and Other Stories (University of Arizona Press), que en 1999 ganó
el Premio Aztán como el mejor libro escrito por un nuevo escritor chicano. Ha
publicado en varias revistas. Se graduó en Harvard y Yale.
Actualmente vive en Nueva York, da clases durante el
verano en Yale y es integrante de la mesa
directiva del Centro de Escritores del Valle de Hudson.
Entre Joe, Fernández y yo nos llevamos a Chuy al canal
que está detrás de mi casa y lo amarramos. Lo amarramos con un mecate que
encontré en el cuartito. Se me hace que le quemaban las muñecas, porque apenas
Joe apretó más el nudo se puso a dar de gritos como cuando tiene hambre, pero yo sé que no
tenía hambre. No habían pasado ni diez minutos desde que le di una barra de
chocolate en el porche de su casa, en las narices de su mamá. Hasta podía oler
los frijoles que ella preparaba en la cocina, mientras yo balanceaba frente a
los ojos idiotas de Chuy la envoltura brillosa. Luego él comenzó a seguirme como si fuera un perro y
lo amarramos sin que nos vieran.
Chuy sacudió los
hombros y se levantó, sus manos colgaban frente a él como si fueran aletas. Joe lo empujó con
fuerza hacia unas yerbas que las lluvias aún mantenían verde. Nadie podía
vernos entre el montón de ramas de mezquite, eneas y basura, donde lo mejor era
el armazón oxidado de la camioneta Buick de El Muerto, que yacía casi al
fondo del
canal. El día que ese estúpido mariguano iba manejando borracho y se estrelló,
lo que hizo fue dejarnos un lugar a toda madre para esperar que las ranas
aparecieran entre el lodo, cuando llovía en el verano. Además, también sin
querer hizo un túnel que atravezaba todas las ramas y la basura del canal, un
túnel que terminaba donde quedó esa camioneta con su quemacocos polarizado,
este túnel que tapábamos con ramas secas para que los otros pendejos del barrio
no la vieran. Era nuestra guarida, sólo nosotros tres la conocíamos y juramos
no decirle a nadie más. De todas maneras, Joe le hubiera partido la madre a
cualquiera que abriera la boca. A él le gustaba mucho ese lugar, mucho más que
estar en su propia casa. Ahora teníamos un prisionero allí.
"¿Y entonces
qué?" dijo el Fernández, mientras se quedaba viendo a la baba que goteaba
de los labios de Chuy. "Ojalá que no esté enfermo."
"Cállate el
hocico y pásame ese otro alambre," le ordenó Joe, jalando a Chuy y
empujándolo por el túnel hasta donde estaba la camioneta y el agua verdosa
estancada, llena de renacuajos y quien sabe qué más cosas. "Vamos a
amarrar a este tarado en el Buick, vamos a amarrarle las piernas". Joe dio
a Chuy un coscorrón en la cabeza, pero no muy fuerte.
"¿Y para
qué?" preguntó Fernández. "¿Qué vamos a hacer con él?"
"Para que no se escape. ¿De qué sirve un prisionero si se
escapa?" le dije, agarrando la yerba que tenía detrás de mí y tapando con
ella la entrada. Había hecho mucho calor toda la mañana y los mosquitos aún no
aparecían zumbando. Sin embargo el canal estaba lleno de esas moscotas negras y
brillantes, como
las que se paran en la mierda de perro y se la comen. Dos de ellas pasaron
zumbando cerca de mi cabeza y me hicieron saltar. ¡Nel, yo no quería encima a
ninguna mosca de mierda!
"¡Araaaayia!
¡Araaaayia! ¡Araaayiump!"
"Cállate,
cabrón. No estés chingando," dijo Joe.
"¡Araaaayia!
¡Araaayiump!"
"¡Cállalo,
Turi! Porque alguien lo puede oir," dijo Joe, que ya se estaba enojandose
y tenía los ojos medio aburridos, como
cuando está por partirle la cara a alguien. Sus ojos bien quietos y una leve
sonrisa, los hombros y los brazos tensos, como
resorte bien ajustado.
"¡Araaaayia!
Araa... " El último grito se apagó cuando apenas brotaba de su boca. Luego
se distrajo mirando el caramelo de canela que pasé frente a sus ojos. Se lo
metí en la boca y me babeó los dedos. Me limpié con la camiseta de Fernández,
que quiso hacerse a un lado pero fue demasiado tarde y una gran mancha de baba
espumosa le mojó el pecho. Arrastré mis dedos por el suelo para quitarme el
resto de saliva. En las bolsas del
pantalón todavía me quedaban otros seis caramelos.
Chuy estaba en el
asiento de atrás del Buick, babeando espuma roja por el dulce. Se veía feliz,
asomado por las ventanas rotas en dirección al fondo del canal, embobado con el sol que entraba
por el quemacocos. Rebotaba contra las rodillas sus manos amarradas y luego
volteaba a ver Joe, que trataba de amarrarle las piernas con el alambre de
cobre, pero no alcanzaba para abarcar las dos piernas y el armazón del asiento de enfrente.
"Amárralo al
tubo nada más de una pierna," le dije, "porque si no puede correr con
una pierna tampoco podrá correr con las dos."
Joe se me quedó
viendo con cierto coraje y sólo le amarró una. Ya teníamos nuestro prisionero,
aunque sólo fuera un feliz retrasado mental.
"¿Y ahora qué?" volvió a preguntar Fernández, sentado en la
rampa del
canal, con las manos sobre las piernas.
"Mejor cállate
con tu ‘ahora qué.’ ¿Qué no puedes decir otra cosa?" le dijo Joe
encabronado y a punto de soltarle un chingazo. "Tengo una
idea."
"¿Qué?"
dije, cortando una enea de su rama. Era la más larga que había visto este
verano, más larga y más gruesa que las que tenía secando en el techo de nuestro
garaje, listas para el cuatro de julio. Tan grande como un enorme puro cubano y re bueno para
prender cohetes.
"Vamos a
leerle a este pollo sus derechos," dijo Joe, bien sonriente.
"¿Sus
qué?" preguntó Fernández sorprendido. No entendía, y cuando no entendía
algo ponía esa cara de roncha, como
si nosotros tuviéramos la culpa de que su cabeza no comprendiera lo que una
mente normal. Fernández no era mucho más listo que Chuy, para nada.
"Sus derechos,
pendejo. Como
en esa película policaca Dragnet," dije yo.
"A la chingada
con Dragnet," dijo Joe, parándose junto a mí y buscando algo en su
cartera. Era más alto y mayor que nosotros. Ningún otro muchacho del barrio era su amigo.
Mi madre me había prohibido que me juntara con él. Decía que era un cholo y que
su familia estaba embrujada con el espíritu del mal. Pero yo sabía que a veces el vato
se sentía sólo y también que yo era su amigo. "Le voy a leer esa porquería
de Miranda."
"¿Qué es
eso?" preguntó Fernández, parado y espiando sobre el pedazo de papel que
Joe tenía en la mano.
"Tienes el
derecho a permanecer callado…."
"En la parte
de arriba dice ‘La Ley Miranda’," le dije.
"Cualquier
cosa que declares puede y será usada contra ti en una pinche corte…."
"¿Quién carajo
es Miranda? ¿Es la chava que escribió esto?" preguntó Fernández, de nuevo
con su cara de roncha. "¿Quién es?"
"Tienes
derecho a un abogado, tienes derecho a ser un tarado, tienes derecho a ser mi
esclavo para siempre."
"¡Araaaayia!
¡Araaaayia!"
"Dale otro,
Turi, para que se calle. Y tú no tienes derecho a respirar a menos que yo
diga," dijo Joe en voz alta, callando a Chuy con su dedo índice levantando
frente a su cara.
Yo le metí otro
caramelo en su bocota, uno de sabor lima,
y Chuy levantó la cara hacia el quemacocos, en un estado de beatitud feliz.
"Voy a prender fuego. Necesito un cigarro," dijo Joe mientras
se alejaba de la camioneta, aburrido del
juego. Caminó hacia un espacio despejado en el canal y acercó su encendedor a
unas ramas secas. Las atizó con un pedazo de cartón, una tabla y algunas ramas
ralas. Muy pronto había ya un incendio en la entrada del
hueco, como de
la altura de nuestra cintura. Fernández aventaba piedras a los charcos,
queriéndole pegar a dos botellas de cerveza vacías que flotaban sobre el agua
verdosa. Fue cuando vi a Joe sacar un papelito, ponerlo sobre su rodilla y
espolvorear en él un poco de mariguana que traía en una bolsa de plástico.
Forjó un cigarrillo que le quedó apretado, chueco y tosco. Antes de armarlo,
lambió la orilla del
papel.
"Ese Turi,
¿quieres?" preguntó Joe, al mismo tiempo que le daba el primer y profundo
jalón al cigarro de mota.
"Tu sabes que
no, que a mí no me gusta," le dije y me sentí como un pendejo.
"Bueno, creí
que habías cambiado de opinión," dijo.
"No, pues
no," le dije.
"Yo sí fumo,
dame un poco," dijo Fernández, mirándome muy chingoncito.
Me sentí
avergonzado. Casi siempre Fernández era un cobarde.
"¿Desde cuándo
fumas mota?" le preguntó Joe, casi como
si fuera su hermano mayor.
"Desde hace como una semana. Roberto
Luján me dio un poco cuando fui a jugar basquet a la Ysleta High, atrás del estadio," dijo
Fernández muy orgulloso.
De repente, el
chavalito de trece años que conocí en la cuadra, un enano al que sometía con
mis puños, me pareció más grande que yo, con más experiencia y hasta
amenazante. Saqué un carmelo de cereza y me lo metí en la boca.
"Órale
pues," le dijo Joe, pasándole el maltrecho cigarrillo. De todas maneras no
parecía importarle si fumaba o no. Joe era feliz cuando se sentaba muy
tranquilo bajo el sol a fumar su cigarrillo, con o sin compañía. Fernández puso
el cigarrillo en su boca y hábilmente inhaló el humo, dejando que lentamente se
metiera en sus pulmones. Deliberadamente mantuvo quieta su cara, como una piedra tratando
de volverse roca. Fernández le regresó el cigarrillo a Joe, que lo agarró sin
dejar de escudriñar las llamas, le dió un jalón y lo mantuvo suspendido entre
sus dedos. Fernández trató de aguantarse la tos pero no pudo. Yo me reí en su
cara.
"Ya sé. Vamos a torturar al pinchi Chuy. Vamos a torturar a
ese tarado," dijo Fernández, caminando por el canal rumbo a la camioneta.
Chuy parecía
dormido, tenía la cara recostada en el asiento y los ojos cerrados.
"Déjalo en
paz," le dijo Joe bruscamente, con la mirada fija en el fuego. "Si se
despierta y comienza a gritar otra vez, a quien voy a amarrar es a ti."
Escuché que mi
madre me llamaba desde el patio. El canal estaba atrás de la casa, por todo lo
largo de la calle San Lorenzo. Vi cuando ella se asomó por encima de la barda
de piedras, buscándome de un extremo a otro del canal. Luego se metió de nuevo y oí el
portazo del
mosquitero.
"Vale más que
me vaya. La jefa me está llamando," dije, volteando hacia Joe. Luego me di
cuenta que Fernández rondaba alrededor de la camioneta, saltando sobre los
charcos y con la mirada fija en el suelo.
"Ese Turi, ¿no
podrías darme unas enchiladas de las que hace tu jefa, como la semana pasada?" me preguntó Joe
en voz baja, volteando hacia la camioneta para ver dónde estaba Fernández.
"Se me hace
que van a ser flautas esta noche," le dije.
"Oye, me
encantan las flautas, pero ya sabes, lo que sea. Me las das por el cerco de
atrás, igual que la semana pasada. ¿De acuerdo?" me dijo.
"Órale,"
le dije, justo cuando miré como
Fernández había agarrado un palo de casi tres pies de largo y estaba picándole
la panza a Chuy.
"Mi jefe me
puso una chinga anoche," dijo Joe, otra vez con la cabeza abajo y con la
mirada clavada en el fuego. "Estaba borracho." Yo había notado ya las
marcas en su cara, el ojo morado, lleno de sangre y bien hinchado. Pensé que
Joe se había vuelto a pelear y que el otro vato debía estar muerto, porque Joe
era muy fuerte, podía ser violento y bien malo. Yo sabía que siempre traía un
cuchillo en su bota.
"¿Qué
hiciste?" le pregunté estúpidamente.
"Dejé que me
pegara. Es mi padre," me dijo. "Nomás traté de que no me lastimara
mucho. Me voy a quedar aquí toda la noche."
De nuevo escuché el
portazo del
mosquitero.
"Ya me voy. ¿Como a las siete, no?" le dije y comencé a subir
por el canal hacia la entrada de ramas de nuestro túnel. Mientras caminaba me
acordé que ni siquiera sabía si Joe tenía reloj. No tenía la menor idea si
alguna vez había tenido uno.
Ahora, yo no vi
exactamente lo que pasó desde que los dos se quedaron con Chuy y cuando escuché
el barullo en el canal, al otro lado de nuestro patio, con el escándalo de la
ambulancia al atardecer y las patrullas de la policía rondando por el barrio
hasta que se hizo de noche. Eso fue lo que Joe me platicó después, según lo que
recuerdo.
Después que me fui,
Joe se paró y fue a comprar un six a la tienda Emma’s, que está como a veinte minutos ida y vuelta desde la esquina de San Lorenzo y San Simón. Eso si el viejo Julián no está
dormido en el cuarto atrás y se asoma a la puerta. Joe no me dijo nada del viejo roñoso, así
que yo creó que lo encontró sentado en el porche, esperando que alguien
apareciera. Joe apareció y compró lo que siempre compra, un six de
cerveza Coors. Para cuando regresó al túnel ya
se había tomado una y se detuvo a orinarla atrás de la casa de los González.
Creo que alguna vez salió con Leticia González, y a lo mejor por eso el lugar
le resultaba familiar. En fin, allí es dónde se orinó.
Se ha de haber
tardado un poco más de una hora en regresar al túnel y, ¿adivinen lo que el
imbécil de Fernández había hecho? Le prendió fuego a las ramas y al pasto que rodeaban la camioneta, le aventó pedazos de madera y otras porquerías como
si estuviera asando vivo al pobre Chuy, como
un cerdo hawaiano. Dijo que nomás estaba jugando a prender fuego alrededor del otro idiota. Para cuando Joe entró caminando por el túnel de arbustos
rumbo a la camioneta, Fernández estaba tratando de apagar el fuego a pisotones.
Sus tenis se derretían, sus pantalones se habían prendido, y Joe lo empujó
hacia el charco apestoso. Después Joe trató de apagar el fuego con un abrigo
viejo que alguien tiró por ahí. Chuy gritaba como un loco. Gritaba con desesperación y
chillaba, aunque todavía el fuego no lo alcanzaba, pero ya lo estaba rodeando,
quemando el asiento de enfrente. El quemacocos se cuarteó con el calor y se
estrelló contra la cara de Chuy. Joe agarró una lata de pintura vacía y comenzó
a tirar toda el agua que pudo al incendio del asiento de atrás. Fernández subió
corriendo por el canal y se fue a esconder a su casa, mientras Chuy brincaba
tapándose la cara con sus manos amarradas, protegiéndose de las llamas que
tenía enfrente. Brincando y echando unos tremendos gritos que, según Joe,
parecía el silbato de un tren de carga. Joe se metió un segundo y le jaló a
Chuy el pie que tenía amarrado, lo jaló para poder liberar a ese otro idiota y
tal vez romper el maldito alambre, pero no pudo. El fuego alcanzó a Joe y le
quemó la mano y el brazo como
carne asada, la piel arrugada y humeando, provocándole tanto dolor que hubiera
querido cortársela para acabar con la agonía.
Chuy ha de haber sentido el jalón en su pierna. Porque apenas cuando
Joe cayó de espaldas, hundiendo en el agua estancada su brazo en llamas, Chuy
saltó del asiento de atrás, tratando de salir de la camioneta, y se dio cuenta
que sus piernas estaban sujetas como si alguien le hubiera amarrado las
agujetas de los pies. Plop. Chuy cayó justo sobre el fuego que llameaba junto a
la puerta del auto, su pierna todavía atada a
lo que quedaba del
asiento de enfrente. El pobre bastardo se retorcía como
loco en el fuego y siseaba y gritaba hasta que su cuero achicharrado apestó
tanto que ya no era posible oler la peste del agua estancada. Luego dejó de moverse y
se incendió como
leña de Duraflame.
Joe caminó rumbo a
su casa agarrándose el brazo, al mismo tiempo que el fuego se elevaba por las
orillas del
canal, formando una nube de humo negro en el cielo de Ysleta.. Los vecinos se
dieron cuenta y llamaron a los bomberos. Vieron a Joe pero en ese momento no le
pusieron atención. Desde que yo me acuerdo, por lo menos una vez al año se
quemaba el canal, así que cualquiera que tiraba su cigarrillo en la yerba seca
comenzaba lo que iba a ocurrir tarde o temprano de todos modos. Sólo que el
canal nunca se había incendiado con un idiota adentro. Luego aparecieron los
bomberos por la calle Alameda haciendo su
escándalo y empezaron a rociar con sus mangueras el pasto, la pila de llantas y un montón de
cosas. Seguramente los cabroncitos del barrio
se echaron a correr detrás del carro de
bomberos, como
siempre, y se encaramaron en él sin que los bomberos se dieran cuenta. Los
bomberos gringos palmeaban a los chamacos en la cabeza y seguían pisoteando los
arbustos, rociando con sus mangueras, mientras el carro de bomberos hacía su
ruido ensordecedor. Luego, al fondo del
canal, a uno de ellos le entró la curiosidad. Junto a la camioneta de El
Muerto había algo redondo, ennegrecido y con tenis. Todavía no sabían que
era Chuy, pero sí que no se trataba del
monito de las llantas Michelin carbonizado.
Joe dijo que se fue
a casa. Su papá no estaba; no había nadie. Con el brazo bueno quebró dos huevos
en un plato y untó un poco de clara en su piel quemada. Esto hizo que el dolor
cediera un poco. Dijo que se lo vendó con una gasa y que se sentó a tomarse una
cerveza antes de empacar en una bolsa del
supermercado su pistola Raven MP-25 y todo el dinero que pudo encontrar. Joe
nunca me enseñó la Raven pero yo sabía que no tenía por que echarme mentiras. A
él no le importaba mentir. Él hacía lo que hacía y así lo decía. Se escondió un
rato en el canal, detrás de la calle Lonquemare, un canal de irrigación para
los campos de algodón que están en la avenida Américas y los que están atrás de
las maquiladoras, no como el canal que está junto a mi casa, que es más
ornamental, bueno para drenar los dos o tres chubascos que le caen por año al
desierto de El Paso. Pero de todas maneras el nuestro sigue siendo un buen
canal para jugar, aun cuando Chuy se mató allí.
Yo sabía que la policía estaba buscando a Joe porque tocaron en todas
las puertas de la calle San Lorenzo, incluyendo la mía. Por suerte mi madre no
estaba. Doña María la llamó y juntas se fueron a caminar por la calle en busca
de doña Lupe, que se puso como
histérica, según dijo mi madre después. Doña Lupe adoraba a su retardadito.
Cuando llegó la policía salí al cerco, con Lobo gruñendo y jaloneando la
cadena, para decir que mi mamá no estaba. Me preguntaron si había visto a un
José Domínguez del barrio y les dije que no. Luego fueron a la casa de junto,
donde vive ese culero don Eugenio, que nunca me regresaba ninguna de mis
pelotas de béisbol, y continuaron su recorrido por toda la calle. Yo jamás les
dije nada, ni siquiera a mi madre. Pude haberles dicho que en el vecindario
todavía quedaba otro idiota y su nombre era Horacio Fernández, pero no lo hice.
Después de cenar me
salí con un plato lleno de flautas, frijoles y arroz. Mi madre no me vió y mi
papá estaba viendo la televisión. También agarré algunos pellejos para Lobo
y un huesote redondo de la carne para las flautas. Era para que el perro no me
molestara por lo que llevaba en el plato, que era para Joe, si es que aún
estaba vivo y no con una balazo en el pecho. Lo estuve esperando durante un
buen rato. Lo esperé hasta que se hizo de noche y los frijoles dejaron de oler
y todo se enfrió como
muerto. No llegaba. Imaginé que la policía ya lo había arrestado por el
incendio, pero no quería creerlo. Por eso me esperé más hasta que me cansé y en
medio de la oscuridad le di una flauta al Lobo. El pinchi perro
la mascó como
si fuera un caramelo gigante y sus babas me recordaron a Chuy. Luego escuché
que al otro lado del
muro alguien decía: "Ese Turi." Era Joe, una sombra en la oscuridad.
Le dí el plato y me contó lo que pasó. Le dije que la policía lo estaban
buscando, y me respondió que ya sabía. Sobre el cerco escuché algo así como "Humch, humch,
humch." No dije nada a Joe de la mitad de flauta que se comió el perro, y
él parece que ni cuenta se dio porque dejó el plato limpio. Él ya tenía
bastante con sus problemas. De todos modos me dijo que tenía mucha hambre y al
perro ya le había tocado su hueso.
Ésa fue la última vez
que lo ví. No supe qué le pasó después, si se fue a México cómo había dicho.
"Voy a ser un mojado al revés, un mojado sin país." También había
dicho que en Delicias tenía varios primos con rancho y que las muchachas de Chihuahua eran re
bonitas. No sé si alguna vez se consiguió una muchacha de Chihuahua. Nunca lo
volví a ver, pero al que si me encontré fue al pinchi Fernández, como una semana después.
El cabrón estaba jugando basquet en la Ysleta high. Lo encontré sentado
y fumando mota atrás del
estadio, junto con otro imbécil que no reconocí. Me le acerqué en el momento
que le daba un jalón al cigarillo. La brasa brillaba entre las sombras del atardecer que caían
en el estadio. Su cara de estúpido se iluminó. Le solté un puñetazo en la boca,
con un coraje y una fuerza que no recuerdo haber sentido desde entonces.
Fernández se revolcó por el suelo sin darse cuenta todavía que era yo. Ni
siquiera se pudo levantar, perdido como
estaba en el sopor de la droga. Después de eso nunca más le volví a hablar. Pero
todavía tengo una cicatriz redonda entre los nudillos de mi mano izquierda, con
los que le embarré el cigarro en la cara.
"Una Piedra Tratando de Volverse Roca" originalmente se
publicó en español en Tierra Adentro: Cuentario (Consejo Nacional para
la Cultura y las Artes: México). Traducción de Alicia Reardon, Silvia Parra,
Raúl Silva, y Sergio Troncoso. © 1997 Sergio Troncoso. Es uno de doce cuentos
en The Last Tortilla and Other Stories.
Otro cuento en español: Angie Luna.
Otros cuentos en inglés: A Rock Trying to be a
Stone, The
Snake, Angie
Luna, y Espíritu
Santo.