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Angie Luna

Por Sergio Troncoso

Dibujos por Jorge Enciso

Sergio Troncoso es hijo de inmigrantes mexicanos. Sus antepasados son de Chihuahua,México pero a él le tocó nacer y crecer en Ysleta, Texas, a unos cuantos metros de la frontera con Cuidad Juárez. Es autor de un libro de relatos, The Last Tortilla and Other Stories (University of Arizona Press), que en 1999 ganó el Premio Aztán como el mejor libro escrito por un nuevo escritor chicano, y tambien de una novela filosófica, The Nature of Truth (Northwestern University Press, 2003). Ha publicado en varias revistas. Se graduó en Harvard y Yale. Actualmente vive en Nueva York, da clases durante el verano en Yale y es integrante de la mesa directiva del Centro de Escritores del Valle de Hudson.

 

Me preguntó si me gustaban. ¿Y qué podía decir yo? Eran maravillosos. Sus senos redondos y blancos, y todo lo que podría esperarse de una mujer hermosa. No podía creer que me estuviera preguntando a mí, como si pudiera ser de otro modo. Nunca antes había estado con alguien como ella. Yo estaba aterrado. Pero ella me parecía tímida, incluso insegura de sí misma. ¿Cómo podía serlo? ¿Qué es lo que vio en mí? Claro, ella se había visto. Todos los que yo conocía la habían visto. Yo había escuchado todos los  comentarios sobre ella; los esperanzados comentarios. Pero conmigo ella fue juguetona y tentadora. La besé, miré por la ventana del Buick Regal de mi madre. Ella se pegó a mí y bajó el zipper de su falda. Ella bajó el zipper y se rió. ¡Dios mío! ¿Habría gente que aún hacía esto en el carro? ¿Enseguida de un complejo de oficinas a mitad de la noche? Sólo en El Paso. Jesús. Se sentía cálido abrazarla. Me encantaba tomarla de sus caderas. Ella era suavecita en todos los lugares especiales. Su perfume todavía me rodeaba horas después de regresar a casa. No podía dejar de pensar en ella.Y cuando íbamos en el freeway regreso a Juárez,  manejando velozmente hacia la casa que compartía con sus hermanas, por un pasadizo de luces ámbar, ella bromeando, su cabello cubriéndole el rostro, llenándome de besos, yo pensaba que iba a explotar de nuevo; pero pude mantener el Buick entre las líneas. Angie Luna era como salida de un anuncio de Revlon. Una mujer extraordinaria. Pero, ¿por qué me escogió a mí?

Mientras nos relajábamos en el asiento trasero, me dijo que antes sólo había hecho el sexo una vez. Sólo una. Me dijo que un hombre mayor, un semi novio, la había forzado a hacerlo con él, la había sometido, le había quitado la ropa. Dijo que no le había importado mucho. Que de algún modo ella había querido. Quería la experiencia con un hombre mayor. Quería estar lista para cuando se casara. Ahora ni siquiera estaba segura de que se casaría. Era tímida, les digo. No supe por qué, pero me enojé. (Tal vez Nueva Inglaterra te hizo eso). Le dije que no dejara que un hombre le hiciera eso de nuevo. Nunca. No lo decía para ganar puntos y “echármela”, como decían burdamente en Amherst. Ambos ya estábamos desnudos y bastante felices. Le dije que era terrible lo que ese hombre le había hecho, se lo dije tan impetuosamente como pude. Era demasiado tímida para su propio bien. Ella se avergonzó y yo la dejé en paz. Le dije que ella no había tenido la culpa. Pero también le dije que cualquiera que le hiciera eso era un macho de mierda. ¿Qué me estaba pasando? El Sr. Bonachón. ¿Dé dónde había salido todo esto? Es lo que una educación universitaria te hizo.

Cuando llevé a Angie a su casa, justo al cruzar el puente libre, por la 16 de septiembre, noté que las calles estaban en silencio, vacías, resplandecientes por la lluvia que había caído. Cada vez que fui a Juárez a cenar con mis padres, cuando niño, pensaba que México era un país amontonado de gente. Siempre bullicioso. Mucho sol y mucho tráfico. Casi nunca iba a Juárez de noche, y nunca había ido a las tres de la mañana. No había nadie ahí. Angie dijo que podía conocer a sus hermanas la semana próxima. Ya estarían acostadas a esa hora. Tres hermanas, solas, en México. Todas probablemente hermosas. En La Popular me había dicho que unos cinco años antes sus hermana mayor había dejado la ciudad de Chihuahua para irse a la frontera. ¿La razón? Rocío quería alejarse de su padre, quien quería que fuera una niña buena y se casara con uno de sus amigos. A la mierda. ¿Pueden creer eso? Esa hermana se fue, se consiguió una “green card”, consiguió un empleo en El Paso como secretaria, gracias a una mujer que conoció en Cielo Vista Mall. Rocío entonces ofreció colocar a las hermanas, Angie y Marisela, si también querían venir a Juárez, pero les dijo que necesitaban conseguir trabajo. Y lo hicieron. ¡Qué vida! Las tres hermanas habían puesto un dinero para el enganche y acababan de comprar una casita en un barrio bueno. Y seguían ahorrando dinero. Sus metas eran volverse ciudadanas americanas, comprar una casa en El Paso, y aprender buen inglés. Mi español era perfecto, dijo Angie, excepto porque algunas veces que yo me hacía bolas con el counter factual. Dijo que mis padres habían hecho un buen trabajo enseñándome mi herencia. Todavía no era un gringo, dijo. Ella aún no había conocido a mis padres. Yo no estaba seguro de lo que mi madre pensaría de Angie. O quizá lo estaba.

El lunes de nuevo vi a Angie en La Popular. Después que terminé de poner las truzas de algodón, todos los colores, de la talla 6 a la 20. Ya había puesto todos los pantalones de mezclilla de diseñador para la venta de regreso a clases. Joe me había dejado en paz. Él estaba en algún lugar de la trastienda, gritándole a un surtidor que había traído un paquete erróneo. Eso es lo que te pasa cuando no planeas bien tu trabajo del verano: un jefe frenético que está bajo presión él mismo, que se desquita con los chicos del almacén. Al menos había conocido a Angie Luna ahí. Eso había valido el verano entero. En dos semanas yo me regresaba a Massachusetts. Ella iba bajando la escalera que venía de la librería y la tienda de música donde trabajaba como cajera. ¡Dios mío, qué visión aquella! Traía puesto un vestido negro apretado, que le llegaba a las rodillas para que no fuera mucho. Pero aún así, era suficiente. Tenía el cuerpo de Marilyn Monroe, y el cabello corto, negro mate. Al ir bajando la escalera colocaba su peso ligeramente hacia un lado, la tela pegándosele contra sus muslos. Casi me desmayé.

No me besó, y creo que no pensaba besarla, no enfrente de todos los idiotas en la tienda. Quizá era buena idea ser vistos como sólo “amigos”, y eso hicimos. Me preguntó si quería cenar en su casa el próximo sábado en la noche, y dije que sí. No me importa lo que digan: las mujeres en sus treintas pueden verse fantásticas. Me costaba trabajo respirar. Traía puesta su mirada de mujer segura, la que usaba como escudo contra las miradas de los viejos en la zapatería, y de los jefes y asistentes siempre hambrientos. Los demás empleados le cerraban el ojo, la invitaban a salir, descaradamente, tratando de acercársele lo más posible, pero ella no mordía el anzuelo. Hasta ahora todavía no sé por qué me invitó a mí a salir. Tal vez para ella yo era una curiosidad. Nacido en El Paso, pero ya de salida. En cuando terminara mi licenciatura en economía. Al ir caminando al aparador de Estée Lauder, me dijo que quería verme antes del sábado. ¿Yo me iba a la escuela en dos semanas, no? Le dije que sí. Me dijo que quería conocerme mejor, hablar sobre mis estudios y de cómo era vivir solo allá, sin familia. Le dije que tal vez podríamos ir a ver una película, cenar, estar juntos algunas horas. Le gustó la idea. Antes que se diera la vuelta para subir de nuevo, me preguntó si volvería para Navidad, y le dije que sí. Sonrió, me cerró un ojo, y subió la escalera. ¿Sabía ella lo increíble que se veía caminando en esa forma? Realmente ella era demasiado dulce para su propio bien.

“Ese Víctor, qué, ¿te la enchufaste, huey?”, la voz de Carlos Morales se escuchó detrás. Me di vuelta. El gordo llevaba puesta una playera blanca, sucia, su cabello peinado casi hasta los hombros.

“¿Qué?”, le dije, sólo queriendo alejarme de él y empecé a caminar rápidamente hacia un contenedor grande, lleno de cajas con cintos, camisas, playeras de cuello y calcetines. Él se iría corriendo a la sala de empleados en cuanto yo comenzara a descargar todo ese pedo.

“Tú sabes, huey, no te hagas pendejo”. Movió su cadera hacia delante y sus manos hacia atrás en un movimiento más vulgar de lo que podría llegar a describir, mientras sonreía estúpidamente.

“Cállate cabrón, ¿de qué me hablas?”

“¿Qué no salieron juntos? Ya supe. Cindy, la chica en ropa de mujer, me dijo.”

“Sí, ¿y qué? A ti no te importa”.

“A ti no te importa”, repitió exagerando en tono chiple. “¡Qué hombre eres!”

“Cállate, cabrón. Mejor vete a trabajar. Adivina quién viene por el pasillo”. Joe iba silbando, pasando por las camisas, y no se veía muy contento. Justo cuando Carlos colocaba cuatro cajas contra su pecho, Joe casi se detuvo frente a él. No dijo nada, solo movió sus dedo enfrente de la cara gorda del tipo, y Carlos se fue como un pato tras él. Luego se volteó y me vio, levantando sus brazos, sorprendido, pretendiendo no saber qué había hecho mal esta vez. En la madre. Toda la tienda ya sabía de nosotros. Me alegraba pensar que sólo estaría unos días más ahí. Doña Leticia Jiménez, esa regañona con corazón de oro, que en realidad era quien controlaba la tienda desde su puesto en Lencería --¡42 años vendiendo pantis!-- pasó por donde yo estaba vaciando el contenedor, y me mostró sus manos con los pulgares hacia arriba, y sonrió. Mierda.

Para el miércoles ya había soñado dos veces con Angie Luna. Una vez el lunes, con ese vestido negro, en la escalera. Y luego la siguiente noche, un sueño más complicado. Estábamos en Central Park, en las ramblas. Haciéndolo. ¡Yo ni siquiera había estado en Central Park! Pero había leído al respecto en una revista. Esta mujer se estaba metiendo en mi cabeza. Le dije a mi madre que iba a salir con unos amigos, y sólo me dio un beso en la frente diciéndome que no manejara muy rápido. Dijo que me iba a mandar de vuelta a la escuela con una caja llena de flautas, unas galletas, un pedazo grande de queso Muenster y tortillas, para hacer quesadillas. Que si quería algo de comida, que tal vez irían de compras más tarde. Dije que no. Cuando iba por el freeway de la frontera, acercándome a los puentes, me acordé que nunca fui a Juárez en la preparatoria. Al menos no solo. Siempre había escuchado, sobre todo de mis padres, de cómo uno podía ser detenido por un policía mexicano que sólo quería una mordida. Y si no traías suficiente dinero o no jugabas bien tus cartas, si lo hacías sentirse el pendejo que era, entonces podías acabar en una cárcel mexicana y nadie sabría de ti por días. Tal vez escaparías sólo hasta que probaras tu propia sangre. Por eso nunca fui solo. Hasta ahora. Y no era tan malo hacerlo. No me habían parado nunca. Claro, el tráfico en el puente era un lío en la hora pico o en noches de fin de semana, pero solo era sentarse y esperar hasta llegar. Eso era todo. Sabía dónde dar vuelta, fui reconociendo las calles principales, la Avenida Juárez, la Avenida 16 de septiembre, la Avenida Lerdo. Hasta había estado alguna vez con Angie en la Avenida Reforma, el gran boulevard que te lleva hacia el sur, fuera de la ciudad, al centro de México. Fuimos a visitar a unos de sus amigos que vivían en un barrio donde todas las casas estaban ordenaditas y recién pintadas, aunque las calles fueran polvorientas, sin pavimentar, llenas de baches como albercas, capaces de tragarse una troca. Yo me preguntaba si mis padres me prevenían de Juárez, su lugar natal, porque realmente lo creían peligroso, o porque creían que yo no la podía hacer fuera de gringolandia. Yo sabía qué hacer en esas calles.

Cuando por fin llegué a casa de Angie, ya estaba oscureciendo. El sol del desierto era sólo una leve corona de luces anaranjadas y amarillas saliendo de entre las montañas. Angie me había dicho que estuviera ahí a las ocho; yo había llegado temprano. Si me hubiera estado más tiempo en casa mi hermano menor se habría llevado el carro. Pero bueno, quizá podía andar por ahí, ver cómo era su casa. No me importó. Angie abrió la puerta vestida con un delantal y viéndose como una voluptuosa ama de casa. Un delantal encima de un elegante vestido de fiesta. Le agradaba que hubiera llegado temprano, y me dio un beso húmedo en la mera boca. Dijo que su hermana mayor había salido por un momento. Rocío había ido a la tienda de abarrotes. Angie me dijo que me relajara y que si quería una cerveza. Dije que sí. Dijo que estaba enojada con su hermana menor, que prometió estar ahí para conocerme pero se había ido con su novio y seguramente no volverían hasta tarde. Su hermana menor era un problema, dijo. Unos meses antes había dejado la escuela de enfermería. Ahora había renunciado en su trabajo y andaba buscando otro, y su novio se la llevaba a bailar y a tomar por horas, hasta la madrugada. Marisela no hacía nada en la casa y sus dos hermanas mayores tenían problemas para controlarla, para meterla en el buen camino.

Mientras tiraba unas botellas y un balde con limpiadores líquidos, Angie me dijo que planeaban una gran reunión para el sábado. Que si yo aún iba a poder venir. Claro que sí. Algunos amigos de sus amigos vendrían a cenar, incluído el novio de Rocío. Después de cenar se sentarían, tomando cerveza y cubas libres, tal vez alguien tocando la guitarra y cantando rondas de canciones mexicanas, viejas y nuevas. Uno de los tipos que vendría era un excelente poeta de la Universidad de Juárez, y tal vez leería algo de su poesía. Yo nunca había hecho nada de eso en las fiestas en Amherst, excepto tomar cerveza, claro, así que estaba un tanto nervioso por llegar a sentirme fuera de lugar. Un chicano americanizado. Pero Angie siempre me había hecho sentir en casa, así que pronto me olvidé de mis temores.

“Oye, Víctor”, me susurró al oído, tomándome por sorpresa, viniendo de atrás mientras yo caminaba hacia la sala, “eres un amor”, dijo dulcemente, besándome el lóbulo. Sentí escalofríos.

“Angie. ¿Y qué si consigo un cuarto para el sábado después de la cena?”, le dije, tras haberlo pensado por horas, mis hombros y espalda aún adoloridos por estar pegados a los mangos de las puertas del Buick.

“Perfecto. ¿En dónde?”

“Tal vez el Motel 8 o el Holiday Inn. Algo agradable.”

“Muy bien. Tú sabes, voy a extrañarte mucho.”

“Yo también. Te voy a ver en Navidad ¿verdad?”

“Sí. Ay, mi rey, ¿por qué te tienes que ir a estudiar a Massachussets? Te vas a poner triste, allá tan solo”, dijo, acariciándome el pelo.

“Entonces dame algo para soñar en ti”, dije casi tímidamente, encontrando todo lo que quería en sus ojos café oscuro.

“Ay, diablo”, dijo, y me besó suavemente, sus labios deteniéndose en los míos, abriéndose en un abismo, y llevándome consigo. No pude creer lo que sentí. Di un paso atrás para besar su mano, pero realmente era para calmarme y no estar super caliente la noche entera. Jesús. Ella era increíble.

Cuando íbamos de salida hacia la puerta, Rocío entró y dijo hola; preguntó cuál película iríamos a ver. Dije que aún no estábamos seguros. Me preguntó si vendría a la reunión del sábado y dije que sí. No creí haber articulado bien; de hecho creo que estaba tartamudeando. Si Angie era voluptuosa, Rocío era verdaderamente elegante. Como una Isabella Rosellini: reservada, segura, juguetona. Cuando Angie y yo nos metimos en el Buick seguí pensando que de extraña forma podía entender por qué habían tenido tantos problemas al crecer, con su padre y sus amigos y quienquiera que había intentado dominarlas. Esas hermanas resplandecían en un mundo rudo, que no perdonaba. Pero no me quedó la impresión de que Rocío fuera tímida como Angie. La hermana mayor parecía capaz de ser fuerte, incluso competitiva. Ahora sabía de dónde le venía a Angie la mirada segura, la que moldeaba en su cara como una máscara cuando estaba en La Popular. ¿Qué le habría pasado a las otras dos hermanas sin una hermana mayor como Rocío? En ese país de vaqueros que era la ciudad de Chihuahua. Tal vez El Paso no era tan diferente a Chihuahua. Tal vez era que aquí te jodían en inglés en vez de en español. Al menos las hermanas parecían estar bien ahora. Al menos su padre no estaba ahí para aplastarlas.

Manejamos al State Line, un restaurante caro –al menos para El Paso- donde servían cortes y costillas, y hasta barbacoa. Nada ahí para un yanqui come apio. No me importaba dejar ir buena parte de mi cheque en Angie; realmente me gustaba estar con ella. Tras el último sábado en la noche, sentí que todo el verano de pronto había sido mucho más que un terrible desperdicio. Solo había necesitado la magia que ella le dio. Nos dieron una cabina de asientos bastante acogedora, viendo hacia las luces de la interestatal 10. La joven mesera nos trajo agua y los menús. No sabía si podía acercar mi mano y tomar la suya. Mientras pensaba en eso y disimulaba ver el menú, ella se escurrió hacia mi lado y me besó en la mejilla. Tal vez podía leer mi mente. Esa idea me asustó; incluso era más emocionante que ella agarrándose a mí en el asiento trasero del Buick. La mesera por fin vino a tomarnos la orden: costillas marinadas y una Corona para mí, y un T-bone y una Dos Equis para ella. Había ahí sólo algunas parejas, dispersadas convenientemente. De cuando en cuando nos llegaban las risas exageradas y arrogantes de un grupo de negociantes, allá en una esquina, algunos batallando para entender el español del gran cliente mexicano al que andaban paseando. Tomé su mano y la besé, pensando por qué yo había nacido cuando nací, y no diez años antes, y por qué demonios estaba yo en la bucólica Nueva Inglaterra, estudiando cómo calcular el valor presente de los flujos monetarios proyectados, y cosas así. La cerveza bajaba por mi garganta con un frío perfecto y supe entonces que no quería estar en otro lugar en el mundo.

Angie me dijo que recién había sido promovida a “Directora Asistente” de su pequeño departamento, así que improvisé un brindis por su éxito, lo que hizo que sus ojos resplandecieran aún más y me fueran más leales. Estaba contento por ella. Se merecía todo lo bueno que tenía. Dijo que el nuevo puesto significaba más trabajo y sólo algunos dólares extra al final de la semana, pero que tal vez podría escalar aún más. Dijo estar un poco aprehensiva sobre lo que tendría que saber en el nuevo puesto, y que tenían miedo de que las otras cajeras se pusieran celosas y estuvieran muy pendientes de cualquier error que cometiera. Hasta ahora, me dijo, el jefe a cargo la había apoyado y le había dicho que se merecía la oportunidad por trabajar con tantas ganas, y sin faltar. Pero tenía que aprender algunas cosas nuevas. Le pregunté qué tipo de cosas. La más difícil, dijo, era algo llamado “contabilidad del inventario”, algo que nunca había estudiado en Chihuahua. Me reí. Se me quedó viendo. Por vez primera vi que no solo era dulce y tímida, sino también orgullosa. Le dije que no me reía de ella.

“¿Entonces de qué te ríes?”, preguntó, todavía seria, robándose unas costillas de mi plato.

“Acabo de terminar mi segundo curso de contabilidad. Me saqué un 9.5. Te puedo ayudar con la contabilidad del inventario si tú quieres”.

Me sonrió amigablemente, pero aún orgullosa. “Bueno”, arrojó, “sólo si me enseñas para que pueda sacarme un 10, porque yo no quiero un 9.5.” Esta chica Angie era otra cosa.

Así que en vez de ir al cine, nos dirigimos al este en la I-10, hacia la biblioteca de la Universidad de El Paso, que abría hasta la medianoche. Ella nunca había estado ahí. Le dije que cualquiera podía entrar, encontrar un buen sofá viendo hacia el atrio, y leer, o relajarse. Le mostré dónde podría encontrar botanitas, dónde estaba la sala de los periódicos, dónde podía sacar copias de cualquier libro que quisiera. Encontré viejas ediciones de los libros de contabilidad que había usado en Amherst, y la llevé al área de las salas de conferencia con pizarrones, en el tercer piso. Ya era demasiado difícil hablar de los conceptos básicos, débito y crédito, capital activo igual a pasivo más la diferencia entre el valor real y el valor hipotecado, sin yo sentir el cosquilleo de placer que me provocaba el vestido turquesa de Angie, frotándose ida y vuelta cada vez que cruzaba las piernas. Pero me concentré. Ella parecía misteriosamente cautivada por las provisiones para las cuentas no contables y la mercancía devuelta. Me preguntó si todo eso variaba de tienda en tienda porque sabía por experiencia que muchos clientes compraban un montón de cosas a crédito pero dando direcciones falsas. Otros devolvían rutinariamente la mitad de lo que habían comprado la semana anterior. Le dije que la compañía probablemente tenía una idea de esos porcentajes, y ella podía decirles si esos números realmente aplicaban a La Popular del centro.

Después de unas horas, nos fuimos regreso a Juárez. Prometí ayudarle algunas veces más. Así estaría lista par su nuevo puesto. Cuando me estacioné frente a su casa, se deslizó cerca de mí, a la mitad del asiento delantero, y me besó y me acarició cuello y pecho hasta que le dije que iba a arrancarle la ropa si no salía pronto del auto. Antes que abriera la puerta y dejara de atormentarme, murmuró en mi oreja que no debía olvidarme del cuarto para el sábado. Podía escuchar sus tacones negros sonando en la banqueta mientras llegaba a la puerta principal, cada sonido abriéndome el corazón y sujetándolo de nuevo a una pared dichosa y hambrienta.

Al siguiente día finalmente me llegaron por correo los boletos de avión, y entonces caí en la cuenta de que me iría en una semana. Ya le había dicho a Joe que sería mi última, y él había proferido un Gracias, invitándome a volver si alguna vez necesitaba un trabajo de verano. Claro que lo haría, dije, pensando que si alguna otra vez necesitaba un tiempo muerto, preferiría una lobotomía temporal, si hubiera tal cosa. No me molesté en despedirme de nadie, excepto de Doña Leticia y el resto de “las muchachas” en lencería. Ninguna menor de cincuenta. Siempre me gustó su actitud tan desenvuelta, y el hecho de que podían hablar pícaramente hasta sonrojarme, para luego en un instante voltear hacia el mostrador y atender a los clientes, con la cara más seria del mundo. De Angie Luna no tuve que despedirme pues la vería el sábado. También la vería algunas veces para darle buenas nociones de contabilidad, para que ella pudiera seguir por su cuenta. Se me ocurrió pensar que le estaba dando clases a la doble mexicana de Marilyn Monroe, y de alguna forma me sentí tonto, aunque nunca pude encontrar la razón por qué. Mi madre, en otra de sus prolongadas despedidas, me abrazaba y me besaba cada vez que andaba en la casa, implorándome para que escribiera y diciéndome que no caminara de noche en Amherst y que hiciera con tiempo mis reservaciones para navidad. Mi padre no dijo mucho, excepto que estaba contento que yo había trabajado todo el verano, y que había ahorrado para la escuela. Dijo también que añadiría algo a ese dinero antes de irme. Le agradecí.

El sábado en la mañana me levanté temprano y le dije a mi madre que iba a despedirme de mi abuela en caso que no pudiera la siguiente semana. Desayuné con mis abuelitos, que siempre fueron madrugadores, y luego llevé a mi abuelo a su tienda favorita, la Western Auto, en la calle Paisano. Creo que andaba buscando una bolsa nueva para la podadora. Me dijo que se regresaría caminando las más o menos diez cuadras a su casa, porque sus piernas se estaban endureciendo por la falta de ejercicio. Mi abuelita había dicho que necesitaba un aventón a El Centro, un centro comunitario para ciudadanos de la tercera edad. Dijo que estaban en medio de una colecta de alimentos. En cuanto la dejé, sabía que tendría una hora o dos antes de regresar por ella. Fui de nuevo a su casa y marqué a unos hoteles en la I-10, por los que había pasado muchas veces. Nunca había hecho esto, y no creí que fuera mayor problema. No lo fue. El año pasado había sacado una tarjeta de crédito, de las muchísimas ofrecidas por correo en Amherst, una Visa sin cargo anual. Me dieron precios, tiempos de salida, y finalmente me decidí por el Holiday Inn enseguida del aeropuerto, por la conveniencia y porque probablemente era agradable. No era el más barato, pero valía la pena estar cómodo con Angie. Le dije al de las reservaciones que estaba visitando familiares, reservé una suite junior y le dije que llegaría tarde, alrededor de las diez de la noche. Sin problema. Angie y yo pasaríamos parte de la noche ahí, la llevaría a casa cuando estuviera lista, y el domingo regresaría al hotel a checar salida. Sencillo. En cuanto colgué, sentí un alivio, como un viento del desierto pasando por el camino en la montaña. No podía esperar.

Finalmente salí, temprano en la tarde, tras renovar el préstamo del carro con mi madre. Ten cuidado, dijo, no te aloques mucho con tus amigos. No sabía que yo iba a mi primera fiesta mexicana. Me puse nervioso por lo que iría a encontrar. De pronto pensé que se me olvidada mi español. No sabía si sólo estarían platicando, tomando cerveza o bailando. ¿Qué música bailarían los mexicanos jóvenes? No sabía si me verían muy joven junto a los amigos de Rocío o si me verían como a un medio gringo invadiendo su territorio. Yo no era un verdadero mexicano, y tampoco era un americano. Al menos no en Amherst, donde todos asumían que yo era el experto sobre el mejor restaurante de comida mexicana. Yo era más como una sombra jugando las dos partes del juego. No me importaba. Sabía que Angie estaría ahí y que la pasaríamos bien. Cuando llegué a su casa, Rocío abrió la puerta y me besó las dos mejillas y me presentó a unas personas que ya estaban sentadas en el sofá y en el piso. La otra mujer también me besó en las mejillas –me pareció genial eso de los besos, por la inmediata amistad y sofisticación- uno de los muchachos me pasó una cerveza y se movió para que tuviera un buen lugar en el sillón. Angie vino, me levanté y me plantó uno bueno en los labios y se sentó junto a mí, su mano en la mía. Yo casi estaba en shock, sonriendo estúpidamente frente a esa calidez desbocada y medio bohemia.

Nunca había ido a una fiesta así. Lo primero que me impactó fue que todos en el grupo eran un poco mayores que yo, en sus treintas. Algunos estaban en la universidad, como instructores, otros trabajaban en Juárez; sólo otra persona trabajaba en El Paso, aparte de Angie y Rocío. Sólo Marisela y su novio –ella por cierto, era tan hermosa como sus hermanas, si acaso algo más chaparra - eran de mi edad. Siendo mi estatura 1.90, yo no desentonaba, o al menos yo esperaba que no. A nadie le dio por preguntar mi edad.

Tras la marea inicial de besos, inmediatamente me sentí cómodo ahí. La otra cosa que me gustó fue que estuvieron ahí, fumando y hablando de política, sobre las diferencias entre las culturas mexicana y americana, sobre las diferencias entre hombres y mujeres; incluso sobre sexo mismo, en forma abierta y amable y no en manera vulgar para impactar o presumir. Claro, no me gustó que fumaran, pero incluso eso me parecía diferente a como sucedía en Amherst. No eras un paria si lo hacías, y si no fumabas no tenías en la cara ese gesto de completo desagrado. Simplemente lo aceptabas como una parte de este grupo de amigos. Tampoco había la paranoia de estar siendo visto y revisado, o la extraña esperanza de estar checando a los demás. Casi todos eran parte de alguna pareja. Esto parecía lo más normal. No era un cuarto lleno de solitarios.

Alguien trajo una charola llena de tostaditas con frijoles y un queso ácido; les llamaban sopes. Había un tazón enorme lleno de guacamole, muy picante, y otro de totopos en la mesita. Más charolas de comida caliente aparecían frente al pequeño grupo. Sin perderse la conversación, ni las risas, Angie y Rocío iban y venían de la cocina. Luego de un rato,  llegó Fernando, un amigo de ellos. Traía una guitarra que fue afinando y tocando, antes de cantar una balada mexicana, muy quedo al principio, hasta que el resto nos unimos. Me sentí un poco tonto por no saberme la letra, pero todos estaban sonriendo y pasándola muy bien, y a la segunda vuelta casi me sabía el estribillo. Fernando cantó un rato; uno o dos o tres se le unían; luego a veces tocaba sin cantar, dejándonos a nosotros la decisión de  hacerlo, o de escuchar solamente la guitarra. Yo me reía mucho con Angie, que no dejaba de decirme todo tipo de cosas al oído. Ambos estábamos algo borrachos. Todos los demás también. Fueron siendo más amigos unos de otros, rodeándose con el brazo al sonido de sus rancheras favoritas, cantando y balanceándose rítmicamente, declarándole al mundo que eran mexicanos y orgullosos de serlo. Hubo discusiones serias sobre la muerte y el sentido de la vida. También nos reímos a carcajadas por las cosas más simples. Uno de ellos de pronto se levantó, sacó unos papeles de la bolsa del saco –era el único que traía saco, pero sin corbata- y pidió silencio. Fue recibido primero con gritos de entusiasmo y luego con una quietud total, tal que yo pensé poder oírme sudar en el calor del alcohol. Recitó algo de sus propia inspiración, con una voz al mismo tiempo apasionada y vulnerable. Poemas sobre el amor y la aflicción, y sobre no saber quién eres. Poemas sobre el valor, y sobre la desdichada vida de los pobres. Vi que Angie dejó escapar una lágrima, y que otros también, incluyendo a los hombres, cuando algo les llegó profundo al corazón. En vez de sentirse avergonzados, se sentían reconfortados y abrazados por sus amigos. Y yo pensé que era parte de ellos. Tras lo que pudieron ser siglos de tiempo, Angie apretó mi mano y dijo que teníamos que irnos. Me levanté, me despedí de beso de las mujeres y le di la mano a los hombres. Ellos me invitaron a que volviera otra vez, y les dije que lo haría.

Al pasar por el puente internacional podía sentir la cabeza de Angie descansando en mi hombro, su mano en mi regazo, su lento y suave respirar. Pensé que ya estaría durmiendo, pero cuando vi hacia abajo, me sonrió y acarició mi cuello. Salí en la calle Airway, y me estacioné en el Holiday Inn. Angie dijo que esperaría en el carro. Cuando volví con las llaves del cuarto, se estaba peinando en el retrovisor, y poniéndose lápiz labial. Dimos la vuelta y dejamos el carro viendo hacia la I-10, justo en una de las entradas al edificio. Nuestro cuarto, en el segundo piso al final de un pasillo largo, era enorme, con dos camas queen size, una especie de recibidor con un sofá, una mesa, un baño casi del tamaño de mi dormitorio, y la quietud perfecta que andábamos buscando. Dijo que eso era tremendo y yo estuve de acuerdo. Me preguntó si me molestaría relajarnos y hablar un poco, y le dije que para nada. Puse la cadena en la puerta, encontré un pequeño radio, lo puse en una estación de jazz, de Las Cruces, y me senté con ella en el sofá. Ya se había quitado los zapatos y yo hice lo mismo.

Hablamos de todo. De cuándo volvería a El Paso, y por cuánto tiempo. Cuántos años me faltarían para terminar mis estudios. Si me caían bien sus hermanas, y cuántos hermanos y hermanas yo tenía. Si ella podía ahorrar para comprarse un carro, porque el suyo le estaba dando muchos problemas. Lo que haría en su nuevo puesto, con cuáles aliados y evitando cuáles enemigos. Si yo iba a regresar a El Paso para siempre. Le dije que no estaba seguro. Se acercó y me tomó la mano, me jaló hacia su lado. Nos besamos y nos acariciamos hasta que nada más importó, no la distancia entre nosotros, no lo fútil de nuestro amor, que vagaba lejos, en la parte más profunda de mi mente. Su perfume me envolvió, me cuidó, y me llevó hacia arriba. Le pregunté si aún quería estar conmigo. Y ella me preguntó si yo podía apagar las luces.

Abracé a Angie en ese cuarto por horas, y recuerdo las veces diferentes que hicimos el amor como si fueran épocas de una civilización, cada movimiento y cada contacto, cima sobre abismo. En el lujo de nuestra cama intentamos cada posición y cada ángulo. Exploré las curvas de su cuerpo y me deleité en ver la libertad de su éxtasis. Sus desesperados murmullos y súplicas. Le dije que la amaba, y dijo que también me amaba. Estuvimos en la cama con nuestras extremidades entrelazadas, en un silencio pacífico que me recordó existir en una playa, sólo porque sí. No lograba imaginar que el mundo pudiera ser mejor, y por una extraña razón me vino a la mente la idea de que súbitamente había envejecido, porque ya sólo esperaría repetir y nunca superar una noche como esta. La llevé a casa a alguna hora en que la interestatal estaba vacía, y los puentes parecían llevar a ningún lado, desiertos.

La vi otras veces más antes de irme a Massachussets, pero nada me marcó como aquella noche, la noche de mi primera fiesta mexicana, de mi primera ranchera con lágrimas, la noche en que sabía que nada podía detenernos, y nada lo hizo. Y yo me estrellé en esa negra pared. Regresé a El Paso para Navidad, habiéndole escrito pero recibiendo tan solo una breve carta en respuesta. Se había regresado a Chihuahua, me confirmó Rocío, su hermana, en la frialdad y el vacío de un invierno desértico. Angie había vuelto para cuidar de su padre enfermo, que nadie más cuidaría. Nunca le pregunté a Angie sobre su madre, y me sentí un idiota. Rocío dijo que la madre había muerto muchos años antes, de un cáncer de mama no atendido. Me dijo que no me sintiera mal por ello, que muchos de sus amigos tampoco sabían. Me dijo que Angie había tomado la decisión de irse a Chihuahua libremente y sin ningún remordimiento. Rocío me preguntó si quería quedarme a tomar algo. Le dije que no podía, pero solo porque pensé que me iba a derrumbar. Me dijo que le avisaría a Angie que había ido a buscarla. Le agradecí su amabilidad.


"Angie Luna" originalmente se publicó en inglés en The Last Tortilla and Other Stories. Traducción de Jaime Romero Robledo y Sergio Troncoso. © 2004 Sergio Troncoso. Es uno de doce cuentos en The Last Tortilla and Other Stories.

Otro cuento en español: Una Piedra Tratando de Volverse Roca.

Otros cuentos en inglés: Angie Luna, The Snake, Espíritu Santo, y A Rock Trying to be a Stone.